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12 de junio de 2025

Las dramáticas horas del General Valle antes de ser fusilado por Aramburu: el consuelo de su hija y una broma a su confesor

Era el líder del levantamiento peronista contra la Revolución Libertadora. El dictador había prometido respetar su vida si se entregaba, pero faltó a su palabra

>En la celda del 6 piso de la Penitenciaría Nacional, en el barrio de Palermo, donde lo habían confinado para que esperara la hora de su muerte, la tarde del martes 12 de junio de 1956 el general Juan José Valle escribió cinco cartas. Una de ellas, la dirigida a su ex camarada de armas, el dictador Juan Carlos Aramburu, ha pasado a la historia. En ella, el jefe del levantamiento contra la autodenominada “Revolución Libertadora” fracasado tres días antes no pide clemencia, sino que se muestra dispuesto a enfrentar con entereza al pelotón de fusilamiento. Además, denuncia con claridad que, pese a que la dictadura conocía la conspiración, dejó que se desarrollara para dar un supuesto escarmiento. Dice:

“Para liquidar opositores les pareció digno inducirnos al levantamiento y sacrificarnos luego fríamente. Nos faltó astucia o perversidad para adivinar la treta.

Después, se compara con el propio dictador: “Entre mi suerte y la de ustedes me quedo con la mía. Mi esposa y mi hija, a través de sus lágrimas verán en mí un idealista sacrificado por la causa del pueblo. Las mujeres de ustedes, hasta ellas, verán asomárseles por los ojos sus almas de asesinos (…). Conservo toda mi serenidad ante la muerte. Nuestro fracaso material es un gran triunfo moral. Nuestro levantamiento es una expresión más de la indignación incontenible de la inmensa mayoría del pueblo argentino esclavizado”, escribe.

Valle y el general Raúl Tanco habían juramentado rebelarse apenas fue derrocado Juan Domingo Perón en septiembre de 1955. Como otros 150 oficiales y jefes leales al líder justicialista habían sido detenidos después del golpe y alojados en distintos barcos para que no pudieran tener siquiera contacto con sus camaradas. En vísperas de Navidad, Aramburu y Rojas les concedieron la prisión domiciliaria siempre y cuando se quedaran en distritos periféricos, lejos de las ciudades. Valle fue a vivir a la quinta de sus suegros, en la localidad de General Rodríguez. Desde allí comenzó a reunirse con civiles y militares peronistas con la idea de preparar un levantamiento militar con el objetivo de tomar el poder y permitir el retorno de Perón, derrocado en septiembre del año anterior y por entonces exiliado en Panamá.

Para junio de 1956 la movida se venía planificando desde hacía meses y sus líderes sabían que estaba en conocimiento de la dictadura. El general Juan Carlos Quaranta, jefe de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE), seguía paso a paso las jugadas de los conspiradores. En dos oportunidades, Valle y Tanco tuvieron que postergar la acción ante la evidencia de que Aramburu y Rojas contaban con datos precisos. Pero eso no los hizo abandonar el proyecto. Desde su punto de vista, los atropellos de la dictadura cerraban los caminos de la protesta pacífica. La CGT había sido intervenida; los sindicatos, asaltados; cien mil dirigentes obreros, desde simples delegados hasta secretarios generales, habían cesado sus mandatos por decreto. Nunca se habían contado tantos presos políticos en la Argentina. A principios de 1956, los peronistas encarcelados llegaban a 30.000.

El inicio del levantamiento quedó finalmente fijado para las últimas horas del sábado 9 de junio. Esa noche, pese a lo incierto del resultado, decidieron no echarse atrás. Creyeron que era más importante dar un ejemplo de valentía que postergar las acciones por tercera vez. El foco más fuerte del levantamiento tendría lugar en La Plata, donde el teniente coronel Jorge Cogorno, el mayor Juan José Pratt y el capitán Jorge Morganti estaban encargados de tomar el Regimiento VII de Infantería y desde ahí seguir las operaciones que contemplaban tomar la central telefónica, la planta de Radio Provincia, el Distrito Militar La Plata, el Segundo Comando de Ejército y el Departamento Central de Policía.

Durante las escaramuzas, los hombres comandados por Tanco y Valle mataron a tres personas - Blas Closs, Rafael Fernández y Bernardino Rodríguez - y tuvieron a su vez dos muertos - Carlos Yrigoyen y Rolando Zaneta -, los únicos muertos en combate. La mayor cantidad de muertes se registró después de que el levantamiento fue sofocado, en fusilamientos de dudosa legalidad o – como en el caso del basural de José León Suárez investigado por Rodolfo Walsh – directamente clandestinos.

Valle ordenó el inicio del levantamiento en Avellaneda, desde donde pensaba marchar hacia Buenos Aires, pero pronto asumió que la movida había sido derrotada. Desde las 0.32 del 10 de junio regía la ley marcial, aunque la dictadura no tuvo reparos en aplicar penas de muerte sumarias a personas detenidas la noche anterior, cuando la ley todavía no estaba promulgada y, por lo tanto, no podía aplicárselas.

La reconstrucción de cómo se desarrollaron esas negociaciones sigue siendo incierta. Una de las versiones más firmes asegura que el capitán de la Armada Francisco Manrique y el militar amigo de Valle fueron a ver a Isaac Rojas y le plantearon la posibilidad de que Valle se entregara a cambio de que cesaran los fusilamientos. Siempre según este relato, Rojas aceptó sin consultar con Aramburu y entonces, desde la casa misma de Rojas, el militar amigo de Valle lo llamó por teléfono para darle la noticia. “Bajo mi responsabilidad, que se entregue. Su vida no correrá peligro ninguno”, le habría mandado a decir Rojas a Valle.

Los testigos de esas últimas horas de Juan José Valle coinciden en que las enfrentó con entereza. Católico practicante, primero pidió ver a su confesor, monseñor Alberto Devoto. El cura no pudo contener las lágrimas y abrazó a ese hombre a quien también consideraba su amigo. Valle le devolvió el abrazo y después lo miró a los ojos.

-Ustedes, los curas, son unos macaneadores. ¿No están todo el tiempo proclamando que la otra vida es mejor? – le dijo con una sonrisa en los labios. El purpurado contó que lo había visto entero y dispuesto a enfrentar a la muerte.

-Mirá, si vas a llorar… Andate, porque evidentemente esto no es tan grave como vos los suponés; porque vos te vas a quedar en este mundo y yo ya no tengo más problemas – le dijo. “La temperatura de sus manos, no era ni fría ni caliente, estaba absolutamente normal. Papá estaba convencido de lo que iba a hacer”, contaría Susana años después. A ella también le dio una carta para que se la entregara a su esposa: “Querida mía. Con más sangre se ahogan los gritos de libertad. He sacrificado toda mi vida para el país y el ejército, y hoy la cierran, con una alevosa injusticia. Sé serena y fuerte. No te avergüences nunca de la muerte de tu esposo, pues la causa por la que he luchado es la más humana y justa: la del Pueblo de la Patria”, le decía allí, con letra firme.

Mientras Valle escribía sus cartas, recibía su confesor y a su hija en la celda, sin que él lo supiera se desarrollaban febriles gestiones para frenar la ejecución. Por esas horas, Aramburu recibió pedidos de clemencia por parte de dos jueces de la Corte Suprema de Justicia, de altos jefes militares – incluso de algunos que habían participado en la represión del levantamiento – y de la Iglesia, que le hizo saber al dictador que el propio Papa Pío XII pediría por la vida de Valle.

La última gestión por la vida del general detenido ante Aramburu corrió por cuenta del propio Francisco Manrique que escuchó de boca del dictador una justificación: si ya habían fusilado a oficiales de menor rango, a suboficiales e, incluso, a civiles, no podía “perdonarle” la vida a uno de los jefes de la sublevación. Más cuando el otro militar peronista que la había encabezado, el general Raúl Tanco, seguía eludiendo la captura.

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