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7 de agosto de 2025

Los asesinos seriales más crueles de la Argentina: historias de horror, sadismo y crímenes impunes

Precoces, desalmados, amorales, sádicos. Son solo algunas de las características de los que se deleitaban con asesinar. Algunos de los casos que se ganaron un lugar en la historia criminal argentina

>Los últimos momentos en esta tierra de Cayetano Grossi los pasó con el cura Macceo, quien no solo lo asistió espiritualmente, sino que fue quien le vendó los ojos cuando lo sentaron frente al pelotón de fusilamiento.

A la par, mantenía una relación con otra mujer, con quien tuvo tres hijos, Carlos, Teresa y Lorenzo.

La policía contaba con varias pistas luego de hallar, en baldíos cercanos, cuerpitos descuartizados, que presentaban golpes y quemaduras. Cuando lo atraparon, fue juzgado y condenado a muerte. Su esposa y dos de sus hijastras fueron acusadas de encubrimiento.

Para muestras de su enfermiza crueldad, basta un botón. La criatura se entretenía junto al portón de lo que hoy es el Hospital Ramos Mejía, y el Petiso Orejudo lo tiró a un abrevadero. El niño luchaba por sacar la cabeza pero el homicida lo mantenía atrapado bajo el agua con la ayuda de un palo. Dijo que lo divertía ver cómo se desesperaba mientras explotaban burbujas de aire que salían de su boca y nariz. De pronto, con la aparición de la madre del chico, el homicida gritó “agarrate nene, que te voy a salvar”, fingiendo la situación. La mujer, desesperada y agradecida, recompensó con veinte centavos al monstruo que robaba niños y que los mataba con saña.

Se llamaba Cayetano Santos Godino, había nacido en 1896 y desde niño, fue inmanejable para sus padres calabreses.

Aquel que cazaba pájaros y les pinchaba los ojos, sentía un intenso placer de hacer sufrir y ver morir a sus víctimas, a las que elegía. Eran criaturas entre 4 y 6 años cuya inocencia los hacía sucumbir ante la promesa de caramelos y de inocentes juegos.

Tenía siete años cuando a Miguel Depaola, de dos años, lo llevó a un baldío donde lo arrojó violentamente contra unas espinas luego de golpearlo; a Ana Neri, de un año y medio, la golpeó la cabeza con una piedra en baldío. En ambos casos apareció, oportuno, un policía.

Intentó estrangular a María Rosa Face, de tres años, a quien enterró viva. Cuando pasado el tiempo fueron al lugar habían construido una casa. Nunca hallaron sus restos.

Ahorcó con una soga a Arturo Laurora, de 13 años y a Reina Bonita Vainicoff tenía cinco años cuando le prendió fuego a su impecable vestido blanco. Murió luego de semanas de agonía. Desesperado, su padre, que había visto de lejos cómo se quemaba su hija, cruzó la calle sin mirar y murió atropellado.

El último crimen lo cometió el 3 de diciembre de 1912. A Gesualdo Giordano, de tres años, lo atrajo con el cuento de los caramelos. Lo llevó a un terreno abandonado donde había funcionado los hornos de ladrillos La Americana. La criatura se dio cuenta y empezó a llorar, a pesar de los caramelos que Cayetano le daba. Lo tiró al piso y pretendió ahorcarlo con una soga que usaba como cinturón. Pero Gesualdo se resistía y fue atado de pies y manos.

Salió en busca de algún elemento contundente para terminar la macabra tarea, y se cruzó con el padre del chico, el sastre del barrio, que lo buscaba. Cínico, le aconsejó que fuera a la policía a hacer la denuncia.

Los policías, que ya andaban tras su rastro, lo detuvieron el 4 de diciembre en su casa de la calle Urquiza 1970.

La justicia lo declaró penalmente irresponsable, imbécil incurable y lo recluyó en el reformatorio de Mercedes, con la recomendación de tenerlo aislado. Tenía 16 años. Decía que mataba niños porque le gustaba hacerlo, que no tenía remordimientos y que prefería estar en la cárcel y no ese lugar, porque no estaba loco.

Cuando lo encontraron muerto el 15 de noviembre de 1944, se sospechó de una paliza de los presos luego de arrojar a un gato, la mascota, a las llamas de la estufa. Fue enterrado, pero su tumba fue profanada y sus huesos desaparecieron. Salvo el cráneo, que cuenta la historia que era usado por el director del penal como pisa papeles.

Hubo casos de crímenes en que los autores actuaron por codicia y necesidad. El de Mateo Banks es uno de los más emblemáticos. En una noche mató a tres de sus hermanos, dos sobrinas, una cuñada y dos peones. Quebrado por su adicción al juego, soñaba con ser el único heredero de las tierras que la familia poseía en Azul.

Todo ocurrió el 18 de abril de 1922. Primero mató a su hermano Dionisio y a su hija; después a un peón. De ahí fue a otro de los campos y asesinó a otro trabajador.

Le pidió a su cuñada que le hiciera un te y la mató de un tiro en el pecho, y la misma suerte corrió su sobrina de 15. También asesinó a su otro hermano. A sus sobrinas más chiquitas, las encerró.

La investigación determinó su culpabilidad y si bien el primer juicio fue declarado nulo, en un segundo confirmaron la sentencia a reclusión perpetua. En 1924 lo encerraron en el penal de Ushuaia, donde los presos lo llamaban “mateocho”.

“Algún día voy a salir y los voy a matar a todos”, amenazó al tribunal que lo condenó a cadena perpetua. Se llamaba Carlos Eduardo Robledo Puch quien, con 20 años recién cumplidos, había sembrado un infierno de asesinatos, robos y violaciones.

Descendiente de la familia de la esposa de Martín Miguel de Güemes, su raid delictivo había empezado en 1970 con el asalto a una joyería y a un taller mecánico. Asociado a Miguel Ibáñez, en 1971 asesinó a un encargado y a un sereno de un salón de fiestas. En otros dos asaltos, mataron a otros dos hombres. En el medio, violaron y asesinaron a dos mujeres.

Condenado a perpetua, con el correr de los años fueron rechazados todos sus pedidos de libertad condicional. Últimamente fue noticia cuando, desde su celda en la Unidad Penitenciaria 26 pidió que lo ejecutasen con la inyección letal, porque sabía que nunca lo liberarían. Es el preso que batió el récord de permanencia en nuestro país.

Si bien insistió en su inocencia, fue condenado a reclusión perpetua. Liberado en 2006, falleció al año siguiente.

Artesano en madera, luego de cometer los crímenes, en un lapso de seis meses, se quedaba con objetos de las víctimas. A fines de enero de 1975, cuando asesinó a dos niñas, un jardinero ayudó a la policía a elaborar un identikit y en un tiroteo callejero, fue abatido en febrero de ese año.

Hubo casos en que los asesinos no sabían explicar por qué mataban. Tal fue el caso de Luis Melogno, quien tomaba un taxi y mataba al conductor de un tiro en la cabeza. No les robaba nada, pero se llevaba sus documentos, que fue lo que lo incriminó.

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